Montes de Toledo

En el año 73 del siglo pasado, la escolarización de la población española en edad de estarlo se puede decir que era completa. Pero las generaciones anteriores a la ley de educación nueva, habían ido a la escuela y tenían un «Certificado de Escolaridad», mientras que ahora los chicos salían con un flamante título de «Graduado Escolar». Quien quisisera cambiar uno por otro tenía que hacer un examen para convalidarlos. En el invierno del 73 yo estaba en un pueblo en las estribaciones de los Montes de Toledo. Había aldeas grandes, con grupos de 20-30 muchachos que, ya fuera de la escuela, podían aspirar a obtener el nuevo título de Graduado para luchar por mejores trabajos. A mi aldea, había llegado un cura jóven con ganas de trabajarse a la juventud. Comenzó creando un coro, buena idea. Los inviernos, por las tardes ya anochecido, después del trabajo, juntarse chicos y chicas jóvenes en un local para charlar y cantar es una idea muy atractiva (en esa época, en el pueblo, podía haber dos o tres televisiones particulares, no más, las mentes no estaban aún abducidas por el embrujo de la pantalla). Algunas chicas jóvenes del pueblo que yo conocía me invitaron a ir al coro. Fuí. Yo no canto mal. El cura me probó la voz y me adjudicó el grupo al que pertenecía. Nos enseñaba canciones «modernas» para los servicios religiosos acompañadas por él a la guitarra. Para entonces yo ya hacía mucho tiempo que había abandonado la práctica religiosa, no iba a la iglesia, sólo iba a los ensayos del coro y sé que al cura le caí mal, pero su fervor cristiano le impedía manifestarse. Discutíamos siempre con educación. Le daba rabia que no creyera. Me argumentaba, contraargumentaba yo, y cuando no podía explicarme lo que creía siempre se salía con «Tienes que tener fé». Y ahí yo me reía y le decía que siempre, ante el peligro, a resguardarse en el burladero. Pero nos llevábamos educadamente bien. Vino a la escuela a pedir algún maestro voluntario para ir a dar clase a los chicos que querían sacarse el graduado. Gratis, naturalmente. El director nos lo comunicó. Yo fui la única que se ofreció.-«Todas tus feligresas que van a Misa miran para otro lado y la única que se ofrece es la que no cree»- le decía riendo. El cura tenía un seat-600 de la época algo achacoso, pero no tenía carnet de conducir. Yo tenía carnet y todavía no me habían dado mi coche. Así que a las seis de la tarde, después de acabar la escuela de los niños, cogíamos el seiscientos él y yo y nos íbamos a la sierra a las aldeas que nos habíamos repartido. Yo le dejaba a él en una y me iba a otra. Cuando acababa, iba a recogerlo y volvíamos a la base a eso de las diez de la noche. Noche cerrada en invierno. Alguna ocasión tuve de pasar auténtico miedo cuando iba sola por aquellas carreteras estrechas, llenas de curvas, completamente de noche y encima caía la niebla que no te dejaba ver mas que el borde del asfalto. Pero luego ver a esos jóvenes esperándote puntualmente, sin faltar nunca, después del trabajo, de siete a nueve para repasar la regla de tres o la fórmula del interés o la ortografía… Recuerdo especialmente un grupo que tenía que eran más mayores, por lo que tenían más olvidado lo que habían aprendido.Estábamos repasando la acentuación porque en el examen iban a tener pruebas de ortografía. Yo explicaba que las agudas son las que hacen fuerza al final de la palabra y ponía ejemplos, los típicos. Pero para hacerlo mas cercano a su hablar diario, les pedía a ellos luego que buscasen más y en una ronda íban diciendo las palabras que mas usaban. Había un pastor, Carmelo , que siempre decía una llana o una esdrújula, no había forma de que encontrase una aguda. Le dije:-« sigue dándole vueltas y cuando encuentres la dices sin esperar tu turno»-. Allí se quedó rumiando por lo bajo y nosotros seguimos. Casi nos habíamos olvidado de él cuando de repente tronó una voz «BACÍÍÍÍN». Con una sonrisa de oreja a oreja Carmelo había encontrado su aguda y el aplauso unánime de la clase. Me invitaron a una de las fiestas del pueblo. Estuvimos tomándonos un vino en un tenderete que habían puesto. Carmelo me contó su solitaria vida de pastor, sus pocas esperanzas de salir de allí. Le animé lo mejor que pude. En el año 73, en una aldea de los Montes de Toledo que una maestra jóven se tomase un vino con los mozos sin aspavientos de superioridad, no era muy habitual. Me regalaban de todo, desde huevos a tocino…Nadie les decía nunca que el auténtico regalo eran ellos.