La relación de Federico con los animales era de mutua afinidad. Cualquier animal acudía a Federico seguro de encontrar cobijo y caricias. Gatos, perros, mulas, caballos, era casi natural, pero no sólo: tenía yo tres gansos agresivos, independientes, antisociales, que atacaban a las personas abriendo las alas al máximo y dirigiendo su cuello en línea recta cual serpiente excitada hacia tus piernas mientras con el pico y la lengua vibrantes lanzaban graznidos intimidatorios. Pues llegaba Federico, decía -«gansitos, gansitos» se acercaba a ellos y se dejaban dócilmente acariciar el cuello y la cabeza. A veces cuando estaba comiendo, venían sus dos gatas y se le ponían cada una en un hombro. Tuvo una a la que llamó «Rubininis», no sé de dónde sacó el nombre. Por las noches, cuando volvía de la taberna para cenar, entraba por la puerta diciendo – «¿Y mi Rubininis?» y la gata acudía inmediatamente frotándose zalamera contra sus piernas. Cuando ya jubilado fue para una residencia de ancianos,iba solamente para comer y dormir. Pasaba el día en el pueblo, acompañando a mi padre a los trabajos que aún hacían en el campo, iba mi padre conduciendo el tractor y Federico detrás sujetándose en los brazos de enganchar. Los tiempos muertos, se sentaba en un banco del paseo cerca de un terreno inculto donde había muchos gatos abandonados. Les llevaba comida. Un día estaba yo desayunando en el bar y llegó él con cara de auténtica pena. Fuimos a una mesa para hablar más tranquilos, y casi llorando me contó que habían envenenado a su gata favorita- «¡era mi alhaja!». Estaba inconsolable. Federico siempre fue criado en mi casa. Criado significa que trabajaba con mi padre. Desayunaba, comía y cenaba en nuestra mesa, junto con el pastor. Salía y entraba con mi padre. El trabajo que hacía el uno lo hacía igual el otro. Hubo temporadas en que dormía también en casa y en otras, iba a dormir a casa de su hermano. Cuando volvían del campo por la tarde, se iba un rato a la taberna hasta la cena, pero nunca fue bebedor ni se emborrachó en su vida.. Al acabar de cenar, se quedaba echando un cigarro en la chimenea con sus gatas hasta irse a dormir. Era muy delgado, pero correoso, puro hueso y nervios, con nariz aguileña, ojos achinados y un eterno cigarro de liar en la comisura de los labios. Cuando le tocó hacer el servicio militar, lo mandaron a Canarias. Fué el viaje de su vida. Contaba a todo el mundo las maravillas de Canarias, del clima, de la fruta…La gente acabó llamándole «Federico el canario» con toda naturalidad. En los pueblos, que te pongan un sobrenombre aclaratorio es casi una necesidad de identificación. El otro hito que lo sacó del pueblo, fue la guerra, naturalmente. Estuvo en la batalla de Teruel. Sólo contaba los horrores del frío, a día de hoy aún no sé en qué bando le tocó. De pequeña, yo tenía al parecer facilidad para memorizar poemas y canciones. Me recuerdo con cuatro años ir a comprar a la tienda y el tendero subirme al mostrador para que recitase no sé qué a las mujeres que esperaban su turno. Cuando vino la Inspectora a párvulos, con cuatro años, subida a una mesa nuevamente me hizo la maestra recitar el inicio de «Platero y yo». Vendían las letras de las coplas a la salida de la escuela y yo al parecer me aprendí, entre otras, una que decía «Maria Manuela, ¿me escuchas?, Yo de vestidos no entiendo, pero ¿te gusta de veras ese que te estás poniendo?, etc, etc. Federico me oía recitar pero nunca dijo nada. Pero una tarde que mi madre cosía en el patio con la radio puesta, en uno de esos programas de canciones dedicadas de la época, escuchamos – «Y ahora María Manuela, para la niña Alfonsita de su amigo Federico». ¡Fue una conmoción! ¡Federico había escrito a la radio para mí! Mi padre enfermó y tuvo que dejar de trabajar la mayor parte de sus tierras. Entonces, Federico ingresó en la Residencia de ancianos del pueblo aunque seguía acompañándole a las labores de algunas parcelas que se reservó y al huerto (mi padre odiaba que los viejos se quedaran parados al sol en las esquinas sin nada que hacer «como pasmarotes», decía.). Sembraban patatas, cebollas, tomates, melones, los regaban, los escardaban, recogían las olivas, araban y destallaban el olivar… Cuando trajimos a enterrar a mi padre, al entrar en la iglesia, Federico estaba en los últimos bancos del lado de los hombres. Mis hermanas fueron a buscarle y le sentaron con nosotras. Lloraba. -«Se me ha muerto mi único amigo»- decía. Caminamos juntos a llevarlo al cementerio. A partir de ahí, ya no tenía con quien trabajar. Yo lo encontraba en el bar y le compraba tabaco en abundancia. Bajar a tomarse un café calentito en invierno al bar y quedarse allí parte de la mañana, era una distracción. Jamás pagó ninguno, o el del bar no se los cobraba o los pagaba yo. Por la fiesta, se ponía su mejor muda limpia y venía a casa a ver qué hacíamos antes de ir a la procesión. Yo le daba dinero extra, porque en la fiesta siempre se te puede ocurrir algo que te origine un gasto. Un año se lo robaron en la residencia. Bajó a mí todo desconsolado- «¡me han robado el dinero de la fiesta!». Le volví a dar, -«No te preocupes Federico, ya sabemos que hay gente mala». -«Eres para mí como una madre», me dijo. -«Prepárate que el domingo voy a buscarte para que vengas al molino». Me lo bajaba a pasar el día pero no se estaba quieto. Una vez trajo matas y me puso un plantel de alcachofas. O cogía la manguera y regaba. O iba a amansar a los gansos. O me untaba grasa en los aperos de cuero que conservaba de mi abuelo y los ponía al sol para que se empapase la grasa derretida y se conservaran luego mejor. Comíamos y a la tarde le devolvía al pueblo. No llegué a tiempo al final. Cuando me avisaron y subí a la residencia, ya estaba en la capilla metido en su ataud. Yo no sé si hay o no otros mundos tras este, pero de haberlos, Federico está seguro en el cielo de los gatos, con la Rubininis en un hombro y su «alhaja» en las rodillas.