Platón y las margaritas

No me deja una margarita florecer. En cuanto abren los botones y despliegan sus brácteas amarillas, Platón se las merienda. Y a mí me gusta ver las margaritas tanto como a él comérselas. Es un gourmet de lo verde: la hierba brújula, la Lactuca, la que ordena sus hojas en el sentido norte-sur, es una de sus preferidas. O la achicoria. O el llantén. El trébol lo come en verde y en seco. Y las margaritas, florecidas. Sin embargo, no toca un lirio ni un gordolobo o una verbena. El pienso de las gallinas es un manjar al que aspira, aunque lo que de verdad le hace un día de fiesta, es quitarle las cocretas a los perros o rascarse el lomo contra los manzanos esperando que caiga la fruta de paso. A pesar de que creo que me ha cogido cariño en estos dos años que llevamos confinados juntos, es muy desconfiado. Cual emperador paranoico, no prueba nada que le haya llevado hasta que su madre da el primer bocado. Entonces sí, se tira ansioso a por la golosina.Por las mañanas, si llegan las diez sin que le haya llevado su ración, protesta escandaloso con un rebuzno que rebota por el valle. Tiene una extraña fijación con las puertas, le encanta abrirlas y cerrarlas tres o cuatro veces antes de salir o entrar definitivamente, y, en su primera juventud, se especializó en saltar las vallas que intentaban limitarle el espacio mientras su madre, prudentemente, le esperaba al otro lado respetando las normas, pero para mí tengo que él fue el instigador de las dos escapadas que protagonizaron el año pasado. Los detuvo la guardia civil porque iban sin papeles en la salida del pueblo, a unos cinco kilómetros de casa. A punto estaban de mandármelos a un centro de internamiento propio cuando alguien del pueblo recordó que yo tenía burros y me avisaron. De vez en cuando, persigue a Hilda, la perra, y la obliga a correr como si fuera un encierro. Cuando se cansa, da dos coces al aire y se tira unos pedos antes de volver a la cuadra.